Estamos acostumbrados a que el cine maximice, en grandes blockbusters o documentales educacionales, las imágenes de la destrucción global. El Apocalipsis, como explicaba Nicole Brenez en su texto “El fin del mundo como protocolo”, recupera en estas películas su función bíblica: se convierte en fábula, trata de invadir el imaginario político y alterar el curso de la historia. Lo hemos visto recientemente en la polarizante No mires arriba (Adam McKay, 2021), y en todas las epopeyas de la catástrofe que proliferaron a las puertas del año 2012, cuando varios cineastas (Gregg Araki, Lars Von Trier, Lorene Scafaria) ensayaban otras formas, más intimistas y personales, de representar el anunciado fin del mundo.

ABEL FERRARA, que ya en su Body Snatchers (1993) problematizó la colisión entre capitalismo, militarización y contaminación —hoy los tres vértices de la crisis climática—, emprendía en 4:44 Last Day On Earth una búsqueda frágil y tentativa del sentido. Un actor y una pintora esperan el último día en la tierra con serenidad y con inquietud, oscilando entre lo espiritual y prosaico, en pijama o frente a la pantalla del ordenador. Su película no es una distopía escatológica ni un festín de catástrofe: abre un espacio para la contemplación de, como señala Brenez sirviéndose de William Blake, los “haces de luz” que esta destrucción dejaría en el camino. Eso es lo que llamamos elegía climática: la celebración minimalista de lo que aún no está perdido.