HOMENAJE A ROSS MCELWEE

LA COTIDIANIDAD COMO EMBLEMA
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HOMENAJE A ROSS MCELWEE

Crear un personaje a partir de uno mismo para aprender a (re)conocerse; mirar y mirarse en los demás y al mundo a través de ese reflejo de veracidad deformante que nos regala el arte y sus artificios. Esa podría ser una de las muchas definiciones del cine de Ross McElwee, un cineasta que ha logrado subvertir y amplificar ciertas formas de la expresión documental para construir una voz única e irremplazable en el contexto del cine contemporáneo.

Ya desde el inicio de su carrera -tras dejar atrás ciertas evanescencias con la escritura diarística y la fotografía-, su cámara se aproxima a los cuerpos con la intimidad que le otorga el conocimiento y contacto personal con esas personas: su amiga Charleen, su padre, su hermano, o los trabajadores que han servido fielmente a la familia desde su infancia -todos ellos próximos a su vida cotidiana o a su círculo de amigos-, encarnan un espacio de referencia sobre el que McElwee hace pivotar sus primeros desvíos de un cinéma vérité que es en esos momentos dominante, y al tiempo fuente de su aprendizaje cinematográfico de la mano de uno de los grandes referentes americanos, Richard Leacock, profesor del Massachusetts Institute of Technology (MIT).

Tanto Charleen (1977), película que gira en torno a su antigua profesora de instituto y amiga, una influencia artística y personal determinante en su vida con la que compartirá a partir de aquí hitos, sucesos y la práctica totalidad de su obra fílmica; como Backyard (1984), donde el cine autorreferencial se convierte definitivamente en marca de la casa, son dos obras seminales en su carrera, tanteos de precisión que le conducirán inevitablemente hacia su primera obra de escritura compleja y voz bifurcada entre lo coral y la primera persona.

Hablamos de Sherman’s March (1986), película que supuso el “despegue” definitivo en su carrera. Ganadora del Gran Premio del Jurado en el Festival de Sundance y estrenada en salas comerciales en USA, con ella avanza definitivamente en un registro y una modulación de voz que se mantendrá casi constante en todas sus películas hasta la fecha. En esta road movie, jovial y profunda, McElwee sigue la devastación que el General Sherman fue dejando a su paso en el sur del país al final de la Guerra Civil Estadounidense. Ya desde su mismo arranque -con un mapa del sur del país y una voz historicista del propio Leacock, que muta inmediatamente en la característica autobiografía dubitativa del autor-, quedan claras las intenciones de la película: la historia personal, íntima, de McElwee, su búsqueda incesante del amor, no correspondido, se entremezcla con la Historia violenta de un país enfrentado a sí mismo, tanto por su pasado -aún no del todo resuelto-, como por su presente -afectado por contradicciones políticas y raciales más que latentes.

Es aquí donde se activa definitivamente la pulsión cinética que Josep María Catalá ha dado en llamar cuerpo-cámara, esa simbiosis entre lo humano y la máquina que le ofrece a McElwee la posibilidad de encarar sus personajes desde una práctica a la vez viva y distante. La cámara está siempre presente, como un gran ojo que todo lo capta, creando una separación con el otro que lo blinda afectivamente; pero es a través de una voz cándida, cercana, y de una fisicidad, digamos tecnológica, que provoca en aquel que es filmado una apertura a la confesión y la sinceridad. Así, después de un periplo sentimental largo, divertido y también doloroso, donde McElwee busca infructuosamente el amor verdadero, él mismo nos trasmite su frustración en un final irónicamente apoteósico que fuerza nuevas expectativas románticas.

Tras un inciso atípico y político en su carrera, donde codirige con Marilyn Levine Something to Do with the Wall (1991), McElwee retoma su estilo inconfundible con esa triste pero esperanzada observación de la muerte y la familia que es Time Indefinite (1993). También aquí asume categóricamente una de sus facetas más reconocibles: la de restablecer y retornar a la vida imágenes de películas anteriores, confrontándolas con un nuevo tiempo verbal, el del pasado (sus primeras imágenes domésticas) visto desde un presente (el del montaje de la película) que es, a su vez, análisis de algo que sucedió en un tiempo intermedio entre ambos (el de los sucesos que desmenuza en esta película concreta). Esta explicación tan alambicada de su dramaturgia, sirve para definir la pasmosa facilidad que posee McElwee para hacer de lo complejo algo sencillo, algo que puede llevar a pensar a cualquiera que podría lograr lo mismo con su propia vida y una cámara, y que demuestra la brillantez que se condensa en cada una de sus películas; islas de continua comunicación y significado dentro de la totalidad y transferencia de su obra.

Y es esta convivencia mágica en tiempos y narrativas una de las razones por la que es tan aconsejable –y gozoso- ver la obra de McElwee en conjunto, dejándose guiar por los vericuetos filosóficos y emocionales en los que nos atrapa una vez que accedemos a su universo vivencial y creativo. A veces se asemeja a las fórmulas seriales de la antigua literatura o la moderna televisión, como en el caso de Six O’Clock News (1996), que inicia con el mismo plano que formaba también parte de los minutos finales de Time Indefinite: el rostro de su hijo Adrian, recién nacido, mirando con curiosidad a la cámara y anticipando el acusado instinto de protección que la reciente paternidad está generando en el director. Una doble mirada que se repite también aquí: la del propio McElwee, que se ve retratado en los ojos de su hijo, y la que le llega del peligroso mundo exterior a través de las noticias de las 6. Aquí están retratados el azar, el destino, la falta de control y la responsabilidad de traer un hijo a este mundo desquiciado capaz de destruir todo lo que amamos en un instante trágico.

Amigo de la cotidianidad como emblema, su cine está conectado con lo inmediato -aunque lo transforme siempre en una temporalidad propia, lo común -aunque lo observe también desde sucesos extraordinarios-, y lo íntimo -aunque lo analice y descomponga a través de imágenes sustraídas de la narrativa ficcional de Hollywood-, como sucede en Bright Leaves (2003), donde desmonta un título menor de Michael Curtiz, Bright Leaf (1950), para convertirlo en búsqueda genealógica de sus raíces familiares en el Estado de Carolina del Norte; búsqueda infructuosa y conscientemente patética, como todas las suyas, aunque trascendente de sobra en el análisis de una sociedad autodestructiva y del propio hecho cinematográfico, estableciendo una relación oculta y misteriosa en la aparente dicotomía entre documental y ficción.

Photographic Memory (2012), su última película hasta la fecha, tiene una peculiaridad y una anomalía, aunque prefiero que sea el lector (futuro espectador) el que decida en qué saco meter cada una de ellas: por un lado, es la primera vez que McElwee graba una película en formato digital, algo que le obliga a plantearse esta cuestión de la calidad fílmica versus la inmaterialidad de los algoritmos de manera directa y metafórica; y por otro lado, es también la primera vez que participa en la realización de una película de ficción, ayudando a su hijo Adrian a materializar un guion con el que este se despertó en la cabeza una mañana de pesca frustrada, metáfora también, y bien hermosa, de la complejidad de las relaciones padre-hijo que se han ido sucediendo durante toda la historia de la humanidad. Esta reflexión en primera persona sobre el desconcertante paso del tiempo y la atemporalidad de los conflictos parentales, se inscribe como un punto y seguido en la carrera de un cineasta que parece dispuesto a moldear su vida al antojo de la necesidad de la expresión artística, o tal vez a la inversa.

El cine de Ross McElwee se construye desde la solidez de un paraje que muta constantemente entre el ensayo autorreferencial, el diario confesional y el cine doméstico, combinando, en un corpus personalísimo y placentero, la inestable objetividad del documental canónico con la impronta de la subjetividad biográfica. Junto a él nos adentramos en la psique emocional de un filósofo de la experiencia, creador de un universo donde la reflexión sobre la (id)entidad de las imágenes, la trasmutación de la intimidad en el arte, o la mordacidad analítica cobran un nuevo valor: el de la excepcionalidad de un cineasta que altera y reconfigura su personalidad al tiempo que crea una obra cinematográfica de resonancias universales.

Epílogo

Nótese la importancia que tiene para McElwee el trabajo sobre la marcha, la inmediatez y la confrontación posterior de una realidad -la suya-, documentada en años de acumulación de material audiovisual. Sucede, o va a suceder durante este DocumentaMadrid 2018, que el propio Ross McElwee impartirá una Clase Magistralsobre la preparación de la que será su siguiente película, Sherman’s Redux, un documental sobre las fatigas que le supuso bregar con diferentes productores de Hollywood para transformar en comedia de ficción su ya clásico documental Sherman’s March. También sucede que McElwee está deseoso de contar con las sugerencias del público para “salir de ese atolladero” creativo en el que se encuentra, en palabras del propio cineasta. Y sucede, por último, que estáis todos invitados a asistir si os inscribis antes en este enlace.

David Varela

Finalizado
Fecha
5 de mayo. 20:00h. en la Sala Azcona

Sala Azcona